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Cambios

Cambios

Se me quedó grabada aquella frase de mi abuelo: «Asústate si me ves rezar». Yo, tras una breve reflexión le dije «¿Puede una persona cambiar tanto?». Él me contestó sin dudar:

«Durante la pandemia de principios de siglo, había una familia extremadamente creyente que descalificaba otras costumbres y hasta los avances médicos. Lo pasaron muy mal cuando enfermó el primogénito, mientras veían como empeoraba día tras día. Tanto, que su madre, desesperada, hizo traer a todos los galenos de la ciudad, que le dieron el mismo diagnóstico: aquello tendría un desenlace fatal y no se podía hacer nada por el joven.

La mujer buscó a un médico oriental que ejercía una práctica distinta, a base de hierbas y otras habilidades en las que no creía. El extranjero le dijo: tráeme una cucharada de gofio de una familia donde no haya muerto nadie; y, sin pensarlo, salió a tocar puerta por puerta. Horas después, agotada, se dio cuenta de que todo el mundo había perdido a alguien en su familia y entonces el foráneo le pareció un tramposo insultante. Primero se culpó de no haberlo pensado antes; después, llegó a su casa para acompañar al enfermo sin dejar de proferir insultos contra todos los curanderos del mundo.

Junto a su cama, rezó por la vida del chico hasta que se apagó del todo. Entonces le gritó desafiante a su dios y se derrumbó en lágrimas. Cuando lo enterró, volvió a creer en los médicos locales, a practicar la misma religión y, por supuesto, a descalificar de nuevo la medicina oriental».

«Claro, mi niño, claro que se puede cambiar tanto», aseveró el viejo.

 

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Se me quedó grabada aquella frase de mi abuelo: «Asústate si me ves rezar». Yo, tras una breve reflexión le dije «¿Puede una persona cambiar tanto?». Él me contestó sin dudar:

«Durante la pandemia de principios de siglo, había una familia extremadamente creyente que descalificaba otras costumbres y hasta los avances médicos. Lo pasaron muy mal cuando enfermó el primogénito, mientras veían como empeoraba día tras día. Tanto, que su madre, desesperada, hizo traer a todos los galenos de la ciudad, que le dieron el mismo diagnóstico: aquello tendría un desenlace fatal y no se podía hacer nada por el joven. Solo entonces apareció aquel médico maduro que los demás apartaban por sus teorías anticlericales. Traía estudios sobre epidemias en el tercer mundo y sus propios medicamentos; y, sin prometer nada, aplicó su tratamiento experimental. En diez días el joven se levantó de la cama.

Aquel médico viajero, además de curar a su hijo, había convencido a la familia de que la ciencia estaba por encima de todo y la dudosa existencia de dioses.

Pero esto no se podía pregonar sin que pasara factura en aquella sociedad ahogada por la incultura. Así que pronto nació la maldición familiar, a raíz de la descalificación popular y la acusación de brujería que pretendía explicar ciertas diferencias ideológicas».

«A veces, los cambios cuestan vidas», sentenció el viejo.

 

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Se me quedó grabada aquella frase de mi abuelo: «Asústate si me ves rezar». Yo, tras una breve reflexión le dije «¿Puede una persona cambiar tanto?». Él me contestó sin dudar:

«Durante la pandemia de principios de siglo, había una familia extremadamente creyente que descalificaba otras costumbres y hasta los avances médicos. Lo pasaron muy mal cuando enfermó el primogénito, mientras veían como empeoraba día tras día. Tanto, que su madre, desesperada, hizo traer a todos los galenos de la ciudad, que le dieron el mismo diagnóstico: aquello tendría un desenlace fatal y no se podía hacer nada por el joven.

Pensaron en recurrir a un médico chino que vivía cerca, pero supieron que también había contraído la enfermedad. Así que solo les quedaba rezar y, en la familia, nadie duda que eso fue lo que salvó al jovencito».

«Así que ese es un as que me guardo en la manga, mi niño; la cosa es sacarlo a tiempo», dijo el abuelo.

 

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Se me quedó grabada aquella frase de mi abuelo: «Asústate si me ves rezar». Yo, tras una breve reflexión le dije «¿Puede una persona cambiar tanto?». Él me contestó sin dudar:

«Durante la pandemia de principios de siglo, había una familia extremadamente creyente que descalificaba otras costumbres y hasta los avances médicos. Lo pasaron muy mal cuando enfermó el primogénito, mientras veían como empeoraba día tras día. Tanto, que su madre, desesperada, hizo traer a todos los galenos de la ciudad, que le dieron el mismo diagnóstico: aquello tendría un desenlace fatal y no se podía hacer nada por el joven.

Acabaron por meter un médico chino en la casa, que llenó de finas agujas el cuerpo del enfermo; preparó apestosas infusiones que, aderezadas con una cucharadita de gofio, fueron su único alimento; y quemó tizones extraños en puntos concretos del chico que dejaron la huella de quemaduras. Pero una semana después el joven mostraba signos de recuperación»

«Desde luego, chico, si estás abierto a los cambios necesarios siempre aumentan las opciones», aseguró el anciano sabio al que nadie de la familia vio nunca rezar.