Contenedor

Caramelos

 

Quedaba más de media bolsa de caramelos. Tenían que estar un poco derretidos del calor, pero los había llevado para algo y, la verdad, ya eran un peso de sobra. Hacía calor. Agradecía estar descalzo y metido hasta por encima de los tobillos en la orilla del rio Senegal; aunque fuese agua tibia, una sensación de frescor se transmitía por todo el cuerpo.

Salíamos hacia la Langue de Barbier, con intención de fotografiar aves y disfrutar de la paz de ese espacio protegido. Contratamos la embarcación allí mismo a un residente de la zona. Estábamos a unos 25 kilómetros de Saint Louis, pero el pequeño trayecto se hizo largo y duro, bajo el sol pesado de aquel día brillante y la parada de los militares justo antes de la barrera de entrada en el parque natural. Sin embargo, una vez pagadas las distintas cuotas, con la embarcación preparada, era solo cuestión de disfrutar.

Por fuera del agua, de entre la vegetación, apareció un grupo de pibitos y pensé en aligerar el peso de los caramelos. Me acerqué saludando (“Nangaré”) y ellos respondieron también en wólof educadamente. Conté que eran cinco y saqué cinco caramelos, los repartí y observé como los mayores los pelaban y se los metían en la boca, mientras el más pequeño se retrasaba del grupo liado con el papel de celofán pegado al azúcar de la golosina. Lo llamé, casi por señas, le cogí el caramelo ante su cara triste e intenté quitarle el envoltorio lo más limpiamente posible. Ya estaba a punto de ofrecérselo cuando, pensándolo mejor, tomé la bolsa y se la ofrecí. Él me hizo un gesto de negación mientras cogía rápido el caramelo ya pelado que tenía en la otra mano; y salió corriendo como si hubiese hecho algo malo. Me quedé, por un momento, decepcionado: ¿Qué hice ahora? Pero enseguida apareció de nuevo el grupo y se pararon frente a mi. Pensé que había metido la pata, hasta que se adelantó el más pequeño, me tomó de la mano y me acercó al mayor del grupo: señalaba la mochila donde tenía los caramelos. Por gestos me alumbró: saqué el paquete y se lo di al pequeño, pero se negó a cogerlo y se limitó a ponerme delante al más grande. Cedí, y entonces se produjo el milagro.

Se sentaron todos en la arena, formando una herradura con el mayor en el centro. Éste empezó a repartir caramelos hasta que acabó con casi todos ellos. Le quedan dos en la mano cuando el resto estaba repartido por igual. Metió los suyos en la bolsa, se incorporó, y me dio los dos caramelos que sobraban haciendo gestos de agradecimiento. No pude sino cogerlos, en un gran esfuerzo por asimilar lo que había pasado.

Desde la barca me llamaban ya un poco desesperados. El dueño de la embarcación iba al motor y hablaba con mi amigo Jam, el Mandingo grandote de corazón gigante e inmensa sonrisa. Entonces, fue cuando vi cómo se mantenía en aquella sociedad donde todo se tiraba al suelo: el respeto por los mayores, el reparto justo y el poder grupal por encima de los abusos de poder individuales. Sin duda, era muy distinta a mi sociedad de origen; donde somos capaces de hacer una manifestación por la falta de contenedores de basura, pero…