Contenedor

Detrás de los ojos de cerradura

Descubrió un mundo nuevo a través del agujero secreto. Después, otros orificios que mostraban escenas prohibidas y la enriquecían clandestinamente. Los ojos de las cerraduras de la casa la atraparon más que la televisión que hipnotizaba al resto de los infantes de la familia.

Habían pasado años cuando compartió aquello con su primo, y éste con otros adolescentes de la familia. Cuando su prima sorprendió a su hermano y el amigo masturbándose mientras se cambiaba de ropa, le invadió un miedo atroz y tuvo la sensación de que todas las mirillas se cerraban. Pero, poco después, su afición resucitó acompañada de la revolución hormonal de la pubertad.

Sin embargo, había madurado y sabía que aquello tenía que ser un secreto exclusivo que no podía compartir con nadie; y “nadie” incluía a sus mejores amigas o cualquier cómplice de intimidades propias de la adolescencia. Después, esto se hizo extensivo a cualquier edad y se convirtió en una medida de precaución sempiterna, a pesar de seguir con aquella afición que se había convertido en un auténtico vicio.

Constanza, no fue buena estudiando y se conformó con trabajar de limpiadora en casas ajenas. Tenía muy buena fama en el desarrollo de su trabajo y nadie sospechaba de su extravagante afición que, en los últimos años, había ido a más. No leía ni se formaba tradicionalmente de manera alguna; sin embargo, era respetada por esa extraña sabiduría que atesoraba. En realidad, vivía vidas ajenas como el mejor devorador de novelas, pero de manera más real. A veces, le bastaba con poner oído a las conversaciones telefónicas e inventar historias eróticas; o escuchar las discusiones propias de otras familias, que con una dosis de la fantasía que dominaba podrían acabar con cariñosas escenas de cama. Su mundo sexual era ese, sin contacto físico real, más que el que experimentaba con ella misma, casi cada noche, en la intimidad de la cama y de las expertas caricias de quien practica con tanta asiduidad.

Constanza aceptó trabajar en la mansión de aquel joven viudo, después de ver la casa y quedar maravillada con las puertas acristaladas y tanta cerradura antigua. No le importó mudarse a vivir allí para atender las 24 horas a don Juan y su hijo, de apenas diez años por aquel entonces, imponiendo las condiciones de una curtida cuidadora con excelentes dotes para la cocina y sin ataduras familiares. Ella era ideal para ellos y ellos, una familia con presente y futuro adecuada para su satisfacción laboral y personal.

Para entonces, ya había manipulado mucha ropa interior de hombre y sabía rebuscar el mínimo olor a su intimidad; llegó, incluso, a tocar semen húmedo de algún jovencito que, apresurado, dejó atrás el rastro de su consuelo sin reparo, sin pensar que alguien lo detectara o pudiera buscar. Así, al poco tiempo ya sabía que llegados los días libres, cuando don Juan tardaba un poco más en levantarse, su cuarto olía distinto: Olía a calor de hombre y al dulzor de sueños, donde quizás estaba ella, o donde -nada más entrar- se sentía como una invitada testigo especial.

El cuerpo de don Juan era perfecto, pensaba. No muy musculado, pero si lo suficiente y, además, la sombra de aquel rabo que entrevió por las cerraduras le pareció colosal. Se sentía tan atraída que ya no sabía si era solo deseo sexual o amor de verdad lo que sentía, por el dueño de los calzoncillos que había besado, lamido y hasta mordido mientras se acariciaba, antes de ponerlos a lavar. Se le grabó su sonrisa cómplice cuando se le iba la mirada al paquete que se marcaba en su bañador o a la apertura de bata que podía abrirse peligrosamente cuando salía del baño. Sabía que en esos momentos se sonrojaba y mal disimulaba el calor que la invadía, y él parecía -conscientemente- tan implicado…

Su mundo de fantasía estaba tan asentado que nunca supo cuándo la puerta del cuarto de Juan empezó a aparecer entreabierta las mañanas de los días festivos. Pero ya era un clásico pasar delante de ella y volver a pasar, imaginando ver la sombra de aquel cuerpo tan deseado masturbándose y retorciéndose sobre la cama. Aquel día que el niño había dormido fuera, porque ya no era tan niño y solía salir con amigos toda la noche, la sombra era más real que nunca y la imagen ideal de sus sueños estaba acompañada de tenues gemidos. Muy tenues, pero extremadamente dulces y apreciables. Sin remedio acabó parada a un lado de la apertura. Miraba descaradamente el espectáculo y, sin remedio, subió su traje por delante y metió la mano derecha en las bragas, de arriba a abajo, acariciando su clítoris primero y llegando a la cerradura de su mayor intimidad para circundarla notando cómo se escapa tanto calor y humedad de pasión.

Había torcido su cuerpo hacia delante y llevado la mirada a la mano que acariciaba su sexo, en un esfuerzo por no gemir, cuando de repente se abrió la puerta del todo. La habitación estaba en penumbras, pero en el portal apareció el cuerpazo de Juan que, sin dudarlo, la estrechó contra él y su pene erecto, atrapó la mano huidiza y la guió de nuevo hasta su sexo, para acompañarla e introducir un dedo dentro de ella con absoluta suavidad; mientras la besaba húmedamente, como queriendo robar su saliva, su lengua, sus labios, su boca toda. Acabaron en la cama de él, para terminar con cualquier resto de aquel himen que, hasta justo entonces, ella creía que le acompañaría a la tumba.

Al poco, la cama de él fue la de ellos. El chico lo aceptó bien, por el respeto que le tenía al padre y la educación que había recibido. Ellos contaban, divertidos, que su amor se había naturalizado después de años de que ella cuidara de Juan y la casa; decían que estaban hechos uno para otro, y no daban a nadie más detalles.

Todo parecía ir fabulosamente bien, hasta que los chicos decidieron por mayoría hacer aquellas reformas en casa. Estaba extremadamente preocupada: No sabía cómo iba a afectar su vida tanto cambio. Sobre todo, el empeño por quitar las puertas acristaladas y cambiarlas por otras sin cerradura, para que ella “se desprendiera de aquel manojo de llaves que acaparó nada más entrar en la casa”.