Contenedor

El nuevo

Se habían quedaron hablando su compadre y él hasta el final. «El burro delante» pensaba repasando la situación. Llevaba cuatro horas sentado en el mismo sitio: solo se levantó una vez para ir al baño. Pero había cumplido con su amistad en fecha tan señalada para el otro. Así que se incorporó, se despidió, y respiró profundo cuando se vio fuera de allí y ya tomaba el camino hacia la calle principal.

La verbena acabó temprano, pero se oía la música de los quioscos. Apretó un poco el sombrero sobre la cabeza y bajó un poco el ala por delante, sobre sus ojos. Aun así, llegó a la calle mayor y casi se encandiló con las luces. El bullicio le repudió un poco y sin darse cuenta cruzó la calle en un instante. Al notar que estaba a la altura del último quiosco se paró y decidió ir a por la penúltima. Se acercó a la barra y le dijo al chico que estaba tras ella: «Me pones medio Areucas y una Dorada». El de la barra le contestó: «Lo siento, señor, acaba de llegar la picoleto y cerrar todos los quioscos: nos han prohibido poner más copas». De inmediato, junto a él salto un repeinado en perfecto godo profundo: «¿Cómo que picoleto? Ven aquí y dame tu documentación». El joven de la barra, sorprendido por la autoridad, por un momento deseó con todas sus fuerzas que el quiosco se cerrara solo y se lo tragara. En ese momento, el viejo reaccionó:

- Mire joven -dirigiéndose al godo – no sé de dónde sale usted, se ve que no es de por aquí, nosotros llamamos picoleto cariñosamente a cualquier agente de la Benemérita. Todo el mundo lo sabe y no pasa nada. – El Guardia Civil quedó descolocado y, girado como estaba hacia el viejo, respondió.

- Perdone usted, caballero, es verdad que llegué ayer destinado aquí y aún no conozco las costumbres. Además, acaba de haber una fuerte trifulca y por eso damos fin a la fiesta. Para evitar males peores… ¡Chaval! Ponle una copa al señor.

- No, no no, no se preocupe. Yo soy gente disciplinada y si esto está cerrado para todo el mundo yo no soy especial. Se lo agradezco igual, eh.

Así que, aunque el agente de paisano insistiera, el viejo le rechazó la copa con tan buen argumento y siguió su camino tranquilo hasta llegar a la plaza que había a la entrada del pueblo. Se sentó en uno de los bancos que la bordeaban y no pudo evitar darse una cabezadita.

Despertó por el murmullo alegre de voces jóvenes al fondo de la plaza, que llegaba acompañado de un olor muy familiar, casi fosforescente y afrutado. Se sacó un Kruger de la caja y fue hacia el grupito, para pedirles fuego inocentemente.

- ¡Coño, este es el viejo que les contaba! -soltó inmediatamente uno de ellos. - ¿Es usted el que me quitó de encima a la picoleto, verdad?

- Pues sí, me da que sí, si te refieres a lo del quiosco. ¡Chico godo prepotente!, son todos iguales… Oye, ¿se le puede dar una caladita a eso?

- Claro jefe, y dos…

Entre risas se despidieron del pureta y siguieron alabando su actitud, mientras éste los dejaba a su espalda, sonriente. Tenía el coche allí mismo, junto al banco donde estaba sentado al principio. De repente, las risas del fondo se acallaron y vio como un coche se paraba junto al suyo: era la guindilla.

- Buenas, maestro. No habrá bebido usted si piensa conducir, ¿no?

- Hace más de tres horitas que no me tomo un vaso de vino. Mi mujer no quiere que fume ni beba. – con el Kruger encendido en la boca.

- Ja ja ja, pues nada, despacito para casa. Buenas noches.

- Yo nunca tengo prisa, mijo, pareces nuevo. Buenas noches.

El pureta se subió a su viejo Land Rover, que mantenía en muy buen estado a pesar de ese toque en la parte derecha de la defensa delantera, y arrancó a la primera. Le quedaba casi una horita hasta casa: poco más de treinta kilómetros de sinuosa carretera secundaria. Pensó: «Buena noche. Como siempre,  haciendo amigos».