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El Palo de El Juanche

El Palo de El Juanche

 

Don Juan, el Juanche, tenía tres hijas mayores casadas y con hijos. Junto a ellas el marido de cada una. El de la del medio, Jorge, estaba pasando una mala temporada y un especialista le trató la ansiedad, lo que supuso una larga baja, que el chico combatió fabricando o reformando los muros de las huertas de la familia. Cada mañana, desde que todos salían a trabajar, él ponía en marcha su concretera y mezclaba cemento con arena para ponerse a elaborar unos vistosos muros de contención de piedra. El viejo lo acompañaba, pero Jorge no lo dejaba tocar herramienta alguna, aunque aceptaba de buena gana sus consejos y acordaba con él formas, entradas y hasta lugares donde poner el culo para esporádicos descansos. Al final de aquellas jornadas matinales, el viejo lo llevaba a tratar con el becerro que tenía. Limpiaban la cama y le ponían comida, y así el joven aprendió un poco más del ámbito rural que no era el suyo sino de refilón.

Jorge hizo su primer acercamiento al mundo rural en su preadolescencia. Entonces, se inició en el Juego del Palo canario de mano de una familia que bajaba a la ciudad a impartir unas clases de iniciación. Junto con su mejor amigo, Carlos, fueron los dos que se quedaron jugando del nutrido grupo que empezó. Posiblemente tuvo algo que ver aquella vena nacionalista que ambos tenían. Lo cierto es que hacía años de aquello y, tras perder el contacto con aquella familia, se quedaron solos para practicar muy esporádicamente. Por supuesto, la que era ahora su familia lo sabía y era quienes le acompañaban en las poquitas exhibiciones que hacían. Como aquello gustaba, por ser una costumbre canaria casi en el olvido, varios jóvenes de la familia le habían pedido a Jorge que les enseñara, y éste cedió sin poner ningún tipo de problema, sino al contrario, ilusionado con tener otros jugadores con los que progresar.

El jugador más constante y avanzado de la familia era Juan, el nieto mayor de El Juanche. Juan, a sus quince años, cuando empezó, ya era un hombre alto y con más de ochenta kilos. Pero no dejaba de ser un niño que no se metía en problemas, sobre todo por guardarse de aquella apariencia de poderoso físicamente que podría ponerle en el objetivo de gente mayor. Ateniéndose a sus cualidades corporales, Juan el Chico, jugaba cómodamente un Palo largo y se defendía en la distancia corta que Jorge buscaba continuamente. Seguramente, por eso su juego era tan ameno y vistoso.

Si el Juego corto aparentaba ser más intenso y hacía saltar de emoción al público, eso era lo que se conseguía cada vez que Lolo, en primo de Juan el Chico, y Jorge lograban cuando se enfrentaban en público. Lolo, con solo doce años, delgado y largo hasta alcanzar la altura de Jorge, exhibía una rapidez y agilidad destacada. Sin embargo, le costó mucho adaptarse al juego largo de su primo y, cada vez que Jorge le jugaba largo, el chico se atragantaba con esa velocidad inusual para él.

Para cerrar el círculo familiar, estaba Rosa. La chica aparentaba ser frágil, femenina, con un cuerpito razonable para sus diez añitos, pero sorprendía el sonido de su palo chasqueante y su agarre experto y firme. La niña era capaz de jugarle a cualquiera de ellos, ya fuera en corto o largo; y, a pesar de la imagen de nenita rubita y delicada, casi siempre, terminaba por fluir una vena agresiva que sorprendía a jugadores y público logrando sacar los más eufóricos aplausos. En la familia, desde tan jovencita, comenzaron a tenerle cierto respeto; no solo por su control con el palo, sino por un carácter serio y fuerte que sorprendía a cualquiera denotando una madurez y una visión impropia de una niña.

Lo que nadie sabía, a excepción de El Juanche y Jorge, era que el estilo que traía Jorge se veía enriquecido por otro. Todo se inició cuando El Juanche, una de aquellas mañanas de la baja de Jorge, cuando acababan de cumplir con el becerro, compartió su secreto con el más pequeño de sus yernos. Don Juan, El Juanche, le contó a Jorge que de joven casi todo el mundo se defendía con palos y así terminaban con muchas fiestas y bailes de taifas. Él era de los más pendencieros y así fue como pulió el estilo que le trasmitió su tío. Lo dejó totalmente por condición insalvable que impuso la que ahora era su mujer, para alejarle de aquel mundo de peleas y chulería, pero conservaba algún palito con la excusa de ser necesario para cuidar el ganado y en sus ratitos íntimos gustaba de moverlo imaginando tener enfrente adversarios como el propio Jorge. Tras dicha confesión, ambos acordaron que el viejo enseñaría a Jorge todo lo que supiera a cambio del silencio cómplice del otro. Así lo hicieron.

Pero el paso del tiempo fue en su contra. Jorge había creado una escuela de nivel superior, por supuesto, con el apoyo en bloque de la familia y bajo la atenta mirada del patriarca. El Juanche era todo un personaje en el pueblo y auténtico representante de una familia que adoptaba al completo su sobrenombre. Para los que conocen a esta gente, sin duda, esta fue la época más floreciente de la familia. El juego de los que entrenan constantemente es mucho más fluido; pero si ese juego está compuesto por dos técnicas pulidas generacionalmente donde coexisten el juego largo y corto, es normal que ese grupo brille en el espacio público. Ya eran conocidos como Los juanches de San Cristóbal.

Jorge cumplía con su voto de silencio, pero intercambiaba técnicas con Carlos, su amigo de infancia y compañero de Palo. El otro no se sorprendía e intentaba aportar cositas a un estilo que se mostraba en plena evolución. Fueron años de esplendor, mientras se formaban en la escuela de Los juanches unas cuantas personas más de otros municipios de la Isla.

En cierta ocasión, Jorge le hablaba a don Juan de que uno de los palos de su banco de enseñanza no había forma de meterlo en el juego; ya que cada vez que intentaba hacerlo se entorpecía, se quedaba descubierto y vendido al otro. El viejo le aconsejó:

  • Cada palo tiene su momento. No se puede jugar para meter en el juego un palo concreto. Solo se trata de practicarlo en solitario, en secreto, y verás que durante el juego llega un momento en que sale solo: si vale, sale solo. – Añadió:
  • Un vecino que no te voy a nombrar había plantado unas matitas en la entrada del monte. El muy «belillo» amarró unos lazos rojos en el lugar de la vereda donde había que desviarse para llegar a ellas. Subía cada dos días, a verlas y regocijarse con el crecimiento de los cogollos y el aumento del olor de su madurez. Llegó el momento en que apreció que los pelitos de la flor empezaban a ponerse marrones, pero decidió dejarlo un poco más para conseguir el máximo efecto. Un día llegó y se encontró que todas habían sido cortadas por abajo y ya era difícil adivinar que hubo allí. Eso nos dice que no hay que apresurarse, pero tampoco dejar pasar la primera oportunidad.

 

Jorge, como siempre, se tomó nota de aquello y, entre los antiguos componentes de la escuela de Los juanches, aun se oye la historia del jugador que encontró un palo precioso entre la laurisilva, marcó el lugar con unos lazos rojos, y esperó hasta que engordara y engordara y después esperó por la luna menguante; y dejó pasar dos días más para que se adaptara mejor a su mano; y, cuando decidió cortarlo, subió con una pequeña sierra en la mano y encontró que alguien se le había adelantado. La moraleja es la misma.

 

Toda la magia de aquellos años notables para el juego del palo, y más concretamente para la escuela de Los juanches, se rompió de repente y simultáneamente al matrimonio de Jorge. Con su separación se paró repentinamente toda actividad en el pueblo y en la familia. El chico no había medido aquello, el viejo tampoco, nadie lo hizo.

Pero, poco a poco, se empezaban a reunir los jugadores formando nuevos grupos. Carlos seguía con el suyo de La Santa Cruzada; Manuel, el jugador más viejo, puso otro en marcha en Puerto Cruzada; Juan el chico el suyo en El Gueste; y así varias personas más. El estilo seguía vivo, pero Jorge se sentía casi desterrado por la distancia, nuevos horarios laborales, y un desencuentro inesperado con la antigua familia política que realmente le sorprendió. De hecho, en cierta ocasión se encontró con el viejo en medio de San Cristóbal y éste, después de saludarlo serio, le dijo: «Mira, mi mujer está en esta tienda y va a salir ahora, y no quiero que me vea hablando contigo». Eso ahogó en tristeza a Jorge, pero le sirvió para terminar de asumir que había un nuevo camino, el que él había escogido.

Sin embargo, aquellas escuelas parecían separarse cada vez más y practicar estilos particulares. En efecto, los encuentros entre los distintos grupos que propiciaba Jorge y que enriquecían a todos habían desaparecido.

El fallecimiento de El Juanche fue muy triste para todos. Pero es que Jorge estaba de viaje y no apareció por el velatorio ni por el entierro; y, encima, la gente de su familia biológica que apareció por allí fueron maltratados por su antigua familia política. Así de radical había quedado el panorama de lo que antes parecía una familia indivisible y ejemplar.

Con el tiempo todos aquellos jugadores se desperdigaron. Solo casualmente eran convocados por Manuel del Puerto Cruzado o por el mismísimo Juan el Chico que ya tenía un par de hijos. Este último había enriquecido su juego largo en periódicos encuentros con gentes de otros estilos de palo largo y cultivaba su técnica en un pequeño grupo que seguía entrenando de su mano en Gueste.

El Chico, ya era un hombretón que rondaba los cien kilos y medía cerca de metro ochenta. Un ejemplar padre de familia, serio y trabajador, volcado en los suyos y sin nada que envidiar a nadie. Cuando llamaba a Lolo y Rosa u otros antiguos jugadores de la escuela original no faltaban a la cita y, de repente, los tenía a todos jugando a los pies de un santo o en cualquier fiesta popular.

Lolo, tuvo el éxito merecido en el aspecto laboral y una pareja estable. Seguía haciendo gala de su buen humor e, igual que su primo, era un hombretón fuerte, alto y delgado que continuaba demostrando su dominio del palo corto como pocas personas podían hacerlo. Su palo chascaba con los otros dando la sensación de estar a punto de quebrar, de la fuerza implementada. Fue uno de los jugadores de esa época que se ganó el respeto y la admiración de los demás.

Jorge alternaba entre los grupos de Santa Cruzada y del Puerto Cruzada. Muy pocas veces tenía ocasión de jugar con los que no fueran asiduos a estos grupos; pero, como había pasado siempre, movía el palo en la intimidad de su hogar y lo pensaba continuamente. Se pudiera decir que desde su primer día se aferró a él y no lo volvió a soltar.

La jugadora que seguía sorprendiendo a todos era Rosa. Cada vez que la llamaban acudía a la cita y dejaba constancia de una calidad de juego indiscutible. La picardía, velocidad y fuerza de su juventud estaba potenciada a los treinta y cada vez cargaba más técnica. Jorge la estudiaba en vídeo y se asombraba por la riqueza que atesoraba: «nadie tiene ese nivel técnico», se podía afirmar sin miedo a equivocarse.

A Rosa no terminaban de cuadrarle las cosas en el aspecto laboral. Estaba muy preparada, pero tenía un carácter especial y le costó encontrar donde iniciar su recorrido profesional. Su vida sentimental se vio truncada varias veces. Alguien, conociendo su carácter fuerte, podría pensar que era cosa de ella; pero lo cierto es que eso le sirvió exclusivamente para no dejarse mangonear por cualquier memo y defenderse, como cualquier fémina debió hacer siempre en cualquier lugar. A los hombres le cuesta mucho madurar, y ella era testigo de mucha inmadurez.

Tal vez todo eso la llevó a atesorar una extraña sabiduría. Tal vez era una persona señalada. Y no señalada por los niñatos inmaduros que decían que era «una bruja», sino señalada para tener la experiencia suficiente para mantener sus propios secretos y sorprender después con un juego que superaba la excelencia. En realidad, Rosa tenía aparcada tras la puerta de su cuarto un par de palos buenos. En realidad, Rosa soñaba con frecuencia con su abuelo, don Juan, que venía a reírse con ella y a jugar al palo sin darle tregua o tratarla como la chiquillita rubia que aparentaba ser. Así que se levantaba cada mañana y antes de abrir del todo los ojos, antes de ir al cuarto de baño o saludar al día, cogía su palo y alargaba el sueño repasando cada movimiento. Era consciente de aquella ventaja. Sabía que alguien podría notar todo el progreso que le proporcionaban aquellos sueños. Pero «¿No acusaron de bruja a La Kahina por atesorar tanta sabiduría? ¿No pasaron por eso muchas mujeres a lo largo de la historia?». «Burro es el que no quiere aprender» le dijo una vez su abuelo en vida, y ella sí quería.