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El tatuaje

El tatuaje

Su mundo es mágico y lleno de supersticiones. Ya nadie sabe si trae buena o mala suerte, si comen insectos o ropa, si son benditos o un peligro que se mete por las orejas de la gente cuando duerme. Parece disecado, inamovible, tieso.

Seguro que estar tan quieto es como una defensa. Igual se cree invisible y piensa que si se mueve puede romper el hechizo. Pero hoy no está donde ayer y cuando dejas de mirarlo volverá a cambiar de lugar, aunque sea un poco. Siempre atento, como el mejor guardian.

La niña, descendiente de nobles mujeres guanches, a ratos dejaba la lectura para contemplarlo y encontrarse en sus ojos negros. Se había hilado una historia de amor que vivían en el patio cubierto de la casa cada noche, mientras estudiaba.

Hacía años de aquello. Pero el momento cumbre lo recordaba con ese perenquén tatuado en el exterior de su mano. Parecía raro un tatuaje tan visible en una abogada, pero aquellos recuerdos de infancia le traían cierta paz interior.

Ahora, allí estaba él, postrado, aferrado a la vida en su cama; ante ella, sin mirarla, como si se creyera invisible y con miedo a romper su silencio. Un mutismo que ignoraba toda posibilidad de la corrupción de su inocencia y ternura. Recordaba el silencio roto por sollozos que desbordó el llanto cuando intentó matar al perenquén que lo observaba todo, con sus grandes ojos negros, y espantó para siempre al amado guardian. Aquello se acababa y ella había hecho solo un movimiento: aquel tatuaje.

Se moría lentamente; lleno de pánico a que extendiera la mano izquierda, donde reposaba el perenquén que solo ellos dos imaginaban qué significaba. Él se aferraba a aquella espiritualidad incrustada cruelmente en la infancia, a la que solo recurría cuando estaba muy enfermo o el terror le vencía. Ella podía sentir su miedo: seguro que creía que «su mundo es mágico y lleno de supersticiones», pensaba.

Que la tratasen de «bruja» o similar, le hacía ver al inculpador por debajo, como si lo sobrevolara con su escoba. Así que no le importaban esas acusaciones encubiertas, al contrario, las disfrutaba.

Lo mejor era que, desde allí, al lado de la cama, podía observar en el volado de la terraza aledaña, un perenquén poderoso y resuelto; estático, como congelado al calor de la sombra del verano, que la miraba, que lo miraba, y miraba al mismo tiempo hacia todos lados con sus ojos negros resaltados. Aquel grueso cuerpo de cocodrilo en miniatura era lo que terminaba por darle su apariencia de ser mágico, por encima de cualquier superstición.

Él, postrado como estaba, lo tenía al alcance de la vista; pero no quería verlo o lo ignoraba. El perenquén hacía lo mismo, pero seguía allí; como si fuera de toda la vida, como un antiguo tatuaje.