Contenedor

La forma del saco

El chiquillo tuvo que parar para recuperar la respiración normal. Tenía un dolor agudo en el costado, eso le solía pasar cuando hacía sobreesfuerzos. No tenía que haber corrido tanto o debería haber subido por la vereda. La loma era demasiado empinada para subirla en línea recta. Sin duda, no tenía sentido lo que había hecho. La viejita del queso le dijo que don Juan estaba en la loma y quería aprovechar un ratito con él: le encantaba aquel viejo.

Desde que aflojaron los latidos en el oído pudo escuchar en la lejanía:

Cubiertos de blanca bruma

Brezos, Hayas y Laureles

son jardín de La Laguna

son monte de Las Merceedes.

 

Era el viejo cantando. Aunque solo sabía que era música canaria, se trataba de una folía tinerfeña. Siguió caminando despacio hacía la voz, sin ceñirse a la vereda de nuevo.

 

Se oyen isas y folíaas

arrorroes y tajarastes,

en la voz de una chiquilla

descendiente dee los guanches.

 

Entonces lo vio agachado, con el sombrero de siempre, y gritó «¡Hola, don Juan!», y se acabó la música de golpe. «Joder, otra vez los godos estos sin avisar» pensó el mago, volviendo a tomar otro manojo de hierbas con la izquierda mientras la cegueta cortaba por debajo, y con ritmo y soltura metía el manojo en el saco. Se levantó y frenó al chiquillo con la mirada.

 

- ¿Qué haces aquí arriba solo, Pepito?, ¿a ver si te va a coger el hombre del saco?

- ¿El hombre del saco?

- El hombre del saco se lleva a los niños, ¿no lo sabías?

- Ah, mi madre dice que son los guanches…

- ¿Los guanches se llevan a los niños? Yo soy un Juanche, papafrita. Claro, pero un guanche bueno. Jej. Ven, vamos a sentarnos un fisco.

- Deje, le llevo el saco…

- No, mi saco lo llevo yo. Tranquilo. – Mientras se pasaba la mano por la cabeza sin necesidad de quitarse el eterno sombrero.

 

Se sentaron sobre un murito de piedras y el chiquillo no tardó en interrogar al viejo sobre lo que hacía. «Me vine a buscar unos cogollitos, pero aún no estaban para cortar. Así que he cogido unas cuantas hierbitas pa casa», dijo el viejo a sabiendas de que el «enano» le entendía solo la mitad.

No tardó en decidirse a bajar «a ver si con suerte no tardaban mucho en irse los visitantes. Si hubieran avisado, su mujer habría hecho un bizcochón y se los habría endosado también». Pero, antes de levantarse, sacó las tijeras de podar del saco y metió algo más con total naturalidad y hasta descaro. Entonces si cedió, «venga, lleva tú el saco, Pepito», mientras don Juan llevaba las tijeras y la cegueta en las manos. Por el camino cogió unas hierbitas del suelo y se las dio a oler a Pepito:

 

- ¿Sabes lo que es esto?

- Sí, me suena mucho. Ah, ya sé, lo de las pizzas.

- Será. Se llama Orégano, enano. – Y siguieron el camino de bajada en silencio hasta llegar a la casa.

 

Les esperaba la mujer por fuera, junto al viejo Land Rover que tenía una notable abolladura en la parte derecha de la defensa delantera. «Dame, mi niño», dijo ella al quitarle el saco de las manos y sopesarlo sin querer, para exclamar: «¡Ñios!».

 

- Están tomándose un vasito de vino, Juan. Se llevan también dos docenas de huevos.

- Vale. – Dijo don Juan, mientras le cogía el saco a la mujer de las manos, sacaba una gran laja de piedra y la tiraba sobre el muro de la huerta.

- ¿Y eso? – preguntó la doña.

- Pa darle forma al saco. – Aseveró serio don Juan.

 

Los tres caminaron hacia la cueva.