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Los misterios de don Fernando el de Santa María

 

El Padre Fernando sentía como si todo el pueblo girara en torno a él y su iglesia, eso incluía hasta a los que no asistían a misa o los que se quedaban en la puerta durante los eventos sociales más importantes. Claro que, lo mismo podían sentir el director de la agrupación folclórica o los más viejos del grupo parroquial, pero don Fernando sabía que era distinto. El cura cruzaba la plaza del pueblo a media tarde, cuando estaba llena de chiquillos jugando y se le acercaban chillando “padre, padre...” hasta que sacaba un manojo de chupetes sudados y los repartía, insistiendo en voz baja “de todos no mijo, de todos no”. Aunque solo fuera un juego pícaro del clérigo, que sonreía a las madres, éstas aplaudían satisfechas la pureza de la relación del adulto con los inocentes niños; mientras él disfrutaba con la imagen de las relajadas y agradecidas mujeres.

La misa de los domingos era a las doce y media. La iglesia la abría a las nueve y confesaba durante toda la mañana. El pueblo entero hacía cola para tomar después la comunión en la misa de medio día, era un ritual entre los practicantes de Santa María. Entre las personas confesantes había muchas repetidoras, como Constanza, con sus manías sexuales que excitaban tanto al párroco. De hecho, don Fernando se entretenía demasiado en profundizar en algunos pecados sexuales. Él insistía en naturalizar y alabar aquellas colas y la fe de los naturales del pueblo.

Aquel domingo, el circo ambulante de Valentino cruzó Santa María atravesando por la calle principal. Era una pequeña caravana de solo cuatro vehículos, pero llamativa por la cantidad de artilugios que quedaban a la vista. Al pasar frente a la iglesia, donde asomaba una parte de la cola de los devotos pecadores, el primer coche se paró y el conductor se bajo observando abiertamente. Tras un momento, se dirigió al segundo coche para comentarle algo a los dos ocupantes de la parte delantera y señalar con descaro el solar que había junto a la iglesia. Los vehículos se apartaron un poco a la derecha y el hombre volvió a bajar, para dirigirse a la puerta acompañado de la chica que iba de acompañante en el segundo coche. Era la panameña Yusnavi, la diva contorsionista que a ratos hacía de presentadora ataviada con su traje verde y largo, con un escote por debajo del ombligo y una apertura lateral que dejaba ver sus largas piernas, desde los pies hasta la parte alta de la cadera. Valentino, vestía con una camiseta de manga corta de licra negra y una malla roja de bailarín, ajustadísima. Mostraban cuerpos deportivos y muy pulidos, que exhibían con arte y parecían resaltar con sus movimientos de apariencia felina.

Los de la cola les miraban hasta que llegaron a la altura del más próximo a ellos, al que le preguntaron: “Buenos días, ¿sabe usted a quién pertenece ese solar?”. La respuesta fue: “A la parroquia. Pero el padre Fernando está ahora confesando”. El sacristán, testigo de lo relatado, se acercó y se presentó a los recién llegados. Le hicieron saber de la urgencia de hablar con el cura, de que necesitaban la autorización para montar allí su circo unas semanas y de lo bien que le vendría al pueblo. Benigno, el sacristán, tras pensarlo muy poco les dijo que pasaran y que desde que don Fernando acabara con quién estuviera él mismo le hablaría del tema y, si era posible, tendrían respuesta inmediata. No hay que decir que Benigno había quedado encandilado con Yusnavi y sus largas piernas, sus labios carnosos y aquellos movimientos sinuosos que ninguna mujer de Santa María se atrevería a mostrar ni de broma.

El sacristán entró en la iglesia y tras él los dos llamativos personajes. En la puerta tuvieron que pedir paso, para lo que Benigno alegaba que era un tema urgente y así llegaron a la altura del confesionario, donde se pararon ante la mirada de todas las personas que esperaban confesión. Constanza se levantó del confesionario y se dirigió a la parte de delante del altar, donde se arrodilló y se puso a murmurar rezos casi inaudibles. El sacristán se aproximó al confesionario, dijo algo en voz baja y volvió con los dos visitantes. Tuvieron que esperar más de un minuto hasta que salió don Fernando, estirando su sotana. Enseguida se presentaron y explicaron su propósito. En principio no gustó al cura. Pero ellos insistieron: “No es un circo de animales”, “adaptaremos los horarios como usted diga”, “donaremos una parte de la recaudación a la parroquia”, etc. Parecía casi tan imposible decirles que no como quitar las miradas de aquella mujer despampanante. El cura les retó a que les mostraran brevemente sus artes, y Valentino se puso a hacer el pino allí mismo, al momento con una sola mano, haciendo finos movimientos coordinados con sus piernas. Las mallas marcaban toda la musculatura de sus piernas y nalgas, todo el paquete de la parte delantera… Al cura se le salían los ojos. Además, se incorporó la chica a los movimientos del atleta, siendo levantada por él en peso, haciendo el pino sobre sus manos, de forma que solo una pequeña braga tapaba sus partes, mientras sus pechos amenazaban con quedar totalmente al descubierto. Don Fernando, observador atento y satisfecho de la demostración, se estiraba la sotana nerviosamente hasta que sacudió la cabeza y les dio el alto con un “basta, basta ya” y les dijo que estaba de acuerdo con cederles el solar. Los dos artistas se despidieron afectuosamente y dijeron que se instalarían inmediatamente. El cura los acompañó con la vista hasta la salida y, justo entonces, se dio cuenta de que la cola de feligreses había desaparecido y que solo quedaba una persona hablando con el sacristán en la puerta. Pero enseguida quedaron los dos solos.

- ¿Qué pasa? ¿Donde está la gente?

- Se han ido, Padre. Creo que asustados.

- ¿Asustados?

- Sí, al parecer se escandalizaron por lo que le vieron hacer a los equilibristas. Decían que se estaba pasando usted con las penitencias y que eso no estaba al alcance de cualquiera.

Con el tiempo todo se fue aclarando. Pero también es verdad que el circo estuvo montado allí casi un año. El cura no era capaz que decirles que se fueran y menos cuando el coche-cama de Yusnavi quedó casi emparedando la única ventana de la habitación de don Fernando; que tampoco pareció afectado por el hecho, ya que no la solía abrir más de un dedito por la noche.