Contenedor

Miraflores’ Street

 


 

Nuestra ruta nocturna la marcaban las limitaciones de aquel Santa Cruz de los años 70 y 80. La capital se moría poco a poco en la medida en que la noche avanzaba y nosotros sabíamos dónde encontrar los últimos resquicios de vida.

A media tarde o casi al oscurecer tirábamos fácilmente hacia la Rambla. Así llamábamos a los puntos circundantes, como la tasca del Abuelo, el vicio que estaba enfrente o el bar del callejón que hacía esquina con la calle Dieciocho de Julio. Allí las horas volaban entre cervecitas y el humo de nuestros sueños. En verano era raro que no aprovecháramos la sesión nocturna del Cine Plaza, al aire libre, en la cercana Plaza de Toros de Santa Cruz. Pero cuando la zona se empezaba a apagar, lo normal era acabar en el Quiosco de la Paz, con la penúltima garimba para dar la zona por fallecida.

De ahí bajábamos un poco más, hasta la Plaza Weyler, donde encontrábamos el bar Equis, que no tardaría también en cerrar.

Esa vez fue ahí donde empezaron a acercársenos desconocidos, entrados en sueños de alcohol, para preguntar por la pinta de mi amigo Kaos, que se iniciaba en la ruta noctámbula. La verdad es que él se adelantaba a las noticias que llegaban de fuera, vestido completamente de cuero negro, con el pelo encrestado y sus gafas oscuras; lleno de cadenas y con el atuendo aún inusual que traía la filosofía punki. Entre mis risas, él pretendía explicar a cada extrañado mirón lo que significaba socialmente el movimiento punk; pero la gente no prestaba atención a sus palabras durante mucho tiempo, víctimas de la embriaguez o del choque visual que Kaos era en aquel momento.

Cuando cerró el bar nos sentamos en la penumbra de las sillas del quiosco de la plaza para descansar un poco. Allí decidimos cruzar al Mercado a través del puente Galcerán y no tardamos en vernos volando con grandes zancadas en la bajada de la calle Padre Anchieta. Todo estaba cerrado esa madrugada. Pero abajo, a la izquierda de la calle San Sebastián, se abría la entrada del bar Miami, que se enterraba profundamente en el edificio a lo largo de la barra, hasta presentar aquellos apestosos cuartos de baño al final. Estaba atestado de borrachos y asiduos trasnochados del lugar. Esa vez faltaba La Marcela: la bestia que ponía orden y fiesta en el Miami. La Marcela era un homosexual famoso de la época. Una época en que había que tenerlos bien puestos para exhibir esa tendencia sexual en tiempo y forma; tal vez por eso se le veía casi exclusivamente de noche y en aquellos sus dominios. Era un personaje muy respetado que, junto a Paca la larga, eran la punta de la lanza en la visibilidad de dicha tendencia sexual en la capital de aquellos tiempos.

A pesar de lo borroso del momento, visto lo visto decidimos cruzar a la calle Miraflores, buscando más y mejor ambiente. Era solo cruzar el puente Serrador, así que en unos minutos estábamos en la parte de abajo de un pedazo de calle que esa noche estaba atestada. Allí no tardamos en tropezarnos con El Cabeza de Somosierra, un pibe conocido de aproximadamente nuestra edad. El nota tenía una melenita lisa solo hasta los hombros y la pintilla de los barrios de entonces. Por ética, nos lo hicimos con él mientras nos ponía al tanto: en el bar de las puertas verdes de tipo oeste americano había un par de chonis, unos guiris a los que estaba esperando el Cabeza con intención de hacerse el bisnes.

En el bar de las puertas verdes no dejaban entrar a pibes de nuestra edad, ni siquiera acompañados. Además, solíamos ser más conflictivos que la gente que se buscaba la vida con la prostitución: nosotros estábamos solo de paso. Por eso siempre nos quedábamos por fuera, a la intemperie, muchas veces sentados en el muro que daba al barranco Santos, al final del puente Serrador. Pero como esa vez estábamos pendientes de la movida del Cabeza, nos quedamos por fuera del bar La Granadina, que estaba cerrado.

De repente se abrieron hacia fuera las puertas verdes y salieron unas cuantas personas. Entre ellas, uno de aquellos guiris, que no se caía al suelo por el evidente esfuerzo que hacía para no perder el equilibrio. El Cabeza se incorporó rápido y se dirigió hacia él sin decirnos ni una palabra. Sin dudarlo se puso a chapurrear ese inglés típico de los graduados en la Dársena pesquera que dominaba casi todo el mundo en la calle; yo solo le entendía algo de tipical sport, sin saber de qué se trataba el plan del colega.

Por fin se empezó a aclarar aquello. El Cabeza enseñó al guiri cómo se agarraba en la lucha canaria; los dos andaban aferrados, como si se tantearan, en medio de la calle y delante de todo el mundo. Cuando nos dimos cuenta, entre tirón y tirón, el canario había sacado la cartera que el guiri tenía en el bolsillo trasero del pantalón, no sin poder evitar que callera al suelo un papel doblado. Se me ocurrió que era mejor quitar aquel papel del suelo antes de que el extranjero lo viera, por si se le ocurría buscar la situación de la pelleja. Así que pasé por detrás de ellos, lo cogí y me lo guardé sin mirarlo en el bolsillo de atrás de mi pantalón vaquero.

Como salidos de la nada, de repente aparecieron al menos dos vehículos de la Policía Nacional por la parte de debajo de la calle, cerrando el acceso del puente Serrador; varios más bajaron por la calle Miraflores, coordinados con los primeros, y nos vimos en medio de un cerco policial al estilo de la época. ¡Puf!, se nos vino el alma al suelo, apenas dieron tiempo a cantar el agua. Todo se llenó de monos. El Cabeza forcejeaba por soltarse del guiri, pero éste estaba agarrado como una garrapata. Al final, agotado el pibe, soltó la cartera dejándola caer al suelo junto a ellos. Creo que fue la propia policía quien los separó. Lo cierto es que el extranjero acabó extendido en medio de la calle y el Cabeza separado junto a nosotros, por fuera del bar La Granadina.

Nos pidieron el carné y nos pusieron contra la pared. Nos hicieron quitarnos el calzado, incluso las botas de Kaos. La policía se reía de él: “¿Tú de qué vas vestido, maricón?” le decían, mientras me zarandeaban a mí de un lado a otro, girándome y tocando hasta por debajo de los pies, con mi DNI en su poder. “Mira tú estos niñatos, ¿qué hacen ustedes aquí? ¿Qué miras, hippie de mierda?”. No me afectaba lo más mínimo la expresión; a pesar de mi melena, de hippie no tenía nada.

Cuando sacaron de mi bolsillo el papel que se le había caído al guiri se me vino el mundo encima; tuve que ponerme hasta colorado, pero no pasó nada, lo volvió a poner con mis cosas.

Al final, amenazando con darnos cogotazos y empujándonos dijeron que nos fuéramos cada uno a su casa; así funcionaba aquella Policía heredera del franquismo. Y Kaos y yo caminamos en dirección al barrio de El Toscal, donde vivía el colega. Pero solo cuando me desvié en dirección a la parada de guaguas, en el momento de separarnos, recordé el papel que el agente me había devuelto y aún tenía encima. Lo saqué y su contenido me sacó la última sonrisa de la noche: “Miraflores’ Street”, decía.