Contenedor

Agárrate que vienen curvas

Se sentó en el pequeño muro que había junto a la carretera de subida al monte, justo antes de la curva y después del taller de Antonio. Dejó allí su coche, para que le arreglaran el bollo que tenía en la parte derecha de la defensa delantera.

Ahí venía un coche. Parecía el cuatro por cuatro del «pollaboba» del dueño del bar de la Cumbre. El viejo solo levantó la mano derecha con la palma al frente y la vista escondida bajo el ala de su sombrero; el conductor contestó al saludo con dos toques secos de la pita del automóvil. Poco después apareció otro coche. Este no era conocido, pero don Juan volvió a saludar con la mano y el conductor tocó el claxon.

Tranquilamente sentado, don Juan recordaba cuando su esposa se empeñó en ir a la casa de Antonio, el mecánico, para ver a los recién nacidos. Habían tenido mellizos por tanto insistir con tratamientos de fertilidad, al tener problemas para tener hijos. Normal cuando el matrimonio supera los cincuenta años y se empeña. También era habitual que viniera más de un bebé con esos sistemas artificiales, decían. Llegaron a la casa y los recibieron muy cordialmente y enseguida le enseñaron a la niña que la mujer tenía en brazos. Al poco tiempo preguntaron por la otra, y la respuesta de la mujer fue: «Sí, desde que llore la traigo». Ambos imaginaron que estaba durmiendo. Pero media hora después, ya hartos de vino los hombres, la mujer de don Juan insistió: «Chica, déjanos ver a la otra niña, aunque sea durmiendo». La madre respondió: «Ese no es el problema, es que no recuerdo dónde la dejé…». El padre sí lo sabía y no tardó en encontrarla, así que pronto pudieron irse. «Eso son los inconvenientes típicos de tener hijos, cuando eres tan mayor que puedes ser su abuelo», pensó, con una sonrisa en la cara.

Ahí venía otro coche. Don Juan volvió a repetir el gesto, antes de apreciar que eran dos militares godos de permiso en un coche de alquiler. El que iba de copiloto le hizo un corte de mangas y el conductor le enseñó el dedo corazón con fuerza, poniendo caras de endemoniados bebedores. «Uf, conducir con una mano en esa curva tan chunga, a tanta velocidad…», pensó el viejo.

El vehículo se salió de la carretera sin apenas frenar hasta que tenía una rueda por fuera. Dio varias vueltas laterales y se paró unos metros más abajo, con las ruedas hacia arriba aun girando.

Don Juan todavía lo miraba desde la carretera, cuando los del taller llegaron a su altura. Antonio ordenó a uno de los suyos: «¡Llama a emergencias!», y sin más el otro se giro y fue a buscar un teléfono sin rechistar. Antonio y don Juan bajaron hasta el coche y vieron al conductor tendido por fuera y a el otro que, sangrando por la cabeza y agarrándose el brazo derecho, acababa de sentarse junto a él. Cuando se acercaron, el copiloto miró al viejo y dijo: «Lo siento». Don Juan, muy serio, respondió: «¡No!, déjalo acostado hasta que llegue la ambulancia».

Ese día no, pero días después se rieron juntos cuando Antonio le recordaba aquello a don Juan, mientras tomaban unas cuartitas en el bar de Manolo, el de la Cumbre. El viejo, con el sombrero echado para atrás, mostrando una amplia parte de su gran frente, pensaba para sí que estaba claro que podía fiarse bastante de Antonio. Al menos más de su memoria que de la de su mujer: «estaba claro».