Contenedor

De la plaza a la rambla. Y tal....

Hacía un buen clima, refrescado por una leve brisa y un sol que no picaba, pero calentaba un poco. Las risas escandalosas de Juan Ramón y el piojo parecían hechas adrede para espantar a los estudiantes que andaban por las proximidades. Sin embargo Adelto era más discreto, pero también se reía, como yo.

Parecía el ambiente de un sábado por la tarde, sabíamos que no tardaríamos en salir de la plaza, buscando juerga, seguramente en la Rambla. Sin embargo eran solo las siete y media de la tarde del viernes y la placita estaba a tope de gente.

La cruzaban incansablemente estudiantes de arriba a abajo y viceversa. Estaba la vasquita de las murgas debajo del árbol grande, donde amenizaba el chispa y Luis el medusa, se les oía por encima del gentío. En la entrada del bar Unamuno estaba el cuervo, el guinda y el jula, con una gente más que no sé si conocía. Cerca de ellos Raúl y Andrés, los hermanos, junto a Guille el peludo y a el abuelo. Y justo en la puerta asomaba brevemente Tito, el hermano de Ricar.

Estábamos por ir a echarnos unos futbolines a La Parrala, cuando entró en la plaza el coche de Alejandro, el manoplas, como con prisas, casi chillando ruedas en la curva. Vino a parar justo delante nuestro, dejando el morro blanco, caliente, a nuestra disposición. Unas señas como saludo, pero no se bajaba del coche, que ya había parado, así que me dirigí a él acercándome a la ventanilla, con el saludo clásico nuestro:

- ¿Qué mano....?

- ¿Qué...? -contestó él.

- ¿Vamos esta noche pa´bajo?

- Vámonos ya. Dijo: ¿Qué hacemos aquí?

Lo comenté con el resto en voz alta y Adelto decidió quedarse, para esperar por un par de pibas con las que había quedado. Los demás no tardamos en subirnos: Juan Ramón y el piojo detrás y yo delante, para tomar los mandos de la música y quitar AC/DC poniendo una cinta que llevaba en el bolsillo, de Johnny Winter, a pesar de la recriminación de Alejandro.

Alejandro vino de mano de unos cuantos peludos más, una vez estábamos instalados en la plaza de los institutos. Venían, como si fuese de las cumbres, de la parte alta de la calle Simón Bolívar.

Tal vez era de los más peludos, o de los más maduros, lo cierto es que con él me fue más fácil hacer migas que con el resto. Aún así, su hermano, para mí, como el mío.

Destacaba entre los demás por su tremenda envergadura. Proporcionada en apariencia, no pasaron desapercibidas sus manos, por lo que se quedó casi al instante y no se sabe por culpa de quién, el manoplas. Sin embargo, por delante, pocos se atrevían a utilizar el apodo, llamándolo indistintamente Alejandro o Javier, pero cuando cabía duda bastaba con añadirle el manoplas.

Alejandro, era uno de aquellos pibes que se pasaban de nobles. Gente buena donde la haya, llegando a dar pie al abuso de mucho espabilado y espabilada que andaban sueltos por el barrio. Sin embargo, lo mejor es que siempre supo cuidarse físicamente y rodearse de la mejor compañía, aunque eso tampoco significase que se tratase de lumbreras o santos por evangelizar. Pero gente con valores suficientes para espantarle a tanto moscón y cuidarle, si cabe, como si fuese el más pequeño de nosotros.

Una maniobra, atrás, y el coche giró sin problemas hacia la salida de la plaza, hacia el corazón de Santa Cruz, sin rumbo concreto.

La banda de Johnny Winter sonaba increíble, en el aparato que Alejandro tenía montado en el Fiat 128 blanco, que ya iba siendo conocido en medio Santa Cruz. Así cruzamos delante del Cine Victor, la Fuente de la Plaza de la Paz y el kiosco. Giramos poco más allá de la Plaza de Toros e hicimos el mismo recorrido en sentido inverso, pero ahora observando más descaradamente a quién andaba por allí.

Subimos por la paralela anterior a General Mola y allí mismo encontramos donde aparcar. Se notaba que aun era temprano para la zona. Sin embargo empezaba a sombrear la oscuridad nocturna y eso parecía inyectarnos gérmenes de ganas de boncho y risas justificadas por chistes baratos. En muchas ocasiones eran chistes clasistas, que hacíamos sin consciencia de ello, haciendo referencia a los rambleros, los pijos, o godos y chonis, que sobraban por la zona. La realidad es que nos empoderábamos con nuestras pintas de peludos de barriada, aunque no dejábamos de ser asiduos de la rambla. Sin que eso quitara para que nos sintiéramos ajenos, verbalizáramos "vamos pa´ Santa Cruz" cuando el barrio era parte de él, aunque notásemos que mucha de las personas que compartían el mismo espacio de la capital se sintieran intimidadas o repudiaran  nuestra presencia, seguramente porque allí confluíamos diferentes clases sociales, bajo una música y un ambiente que no se encontraba en otro sitio de la capital, ni de la Isla.

Al bajarnos del coche, Alejandro justificó a su hermano, ya que creía que "estaba interesado en una pibita" y "a lo mejor baja más tarde". Yo le dije que no había que no había problema, que "él mismo" sin prestar más importancia al hecho.

Adelto era otro de ese grupito de peludos, llegados con su hermano, a engrosar el nutrido cúmulo que conformábamos la vasquita de la plaza de los institutos.

Tenía una buena melena que partía del centro de su cabeza, de una raya central que dudo estuviese formada por algo más que sus propias manos. De estatura superior a la media y algo más delgado de lo que correspondía, daba sensación de huesudo y enjuto. Su rítmico caminar se caracterizaba por ese balanceo típico, acompañado de un casi imperceptible movimiento de hombros que, con la cabeza erguida y el pie derecho apuntando hacia fuera, cada vez que avanzaba, parecían contener el global de un ritual de barrio de la época.

A él no le vino bien ningún mote, su propio nombre pareció suficiente a los "bautistas" de entonces, seguro que únicamente por lo poco común que era y sigue siendo. Por eso no le pasaba como a su hermano, Alejandro Javier, el manoplas, que tenía que utilizar el mote para ser identificado muy a menudo. Adelto podía haber adoptado el mismo mote, por sus características físicas, pero siempre fue ni más ni menos que Adelto.

Sin embargo el carácter diferenciaba mucho a los hermanos. Él era mucho más abierto y sociable, era casi un comercial innato que podía vender neveras en el polo norte o chimeneas en el infierno. Ese mismo carácter, seguramente, lo llevó a mezclarse con mucha gente, con demasiada, o con más de la que debería haberlo hecho.  

Detrás nuestro se seguían escuchando la risa de el piojo, y apenas la de Juan Ramón, mientras el primero se hacía oír con ganas. Llamando aun más la atención por aquella melena rubia, que se asemejaba a estropajo y se alzaba sobre su cabeza desafiando a la gravedad.

El Piojo y yo nos conocimos estando internos en un colegio de curas, de lo más rígido de la época franquista. En aquel entonces, estar interno allí significaba que entrabamos cada mañana y salíamos cada tarde, quedándonos a comer. Realmente era un semi-internado, aunque se nos llamase "los internos".

Casi todos los que estábamos ahí destacábamos por ser los más revoltosos de nuestras clases. No sé si era pura casualidad, o el hecho de que nuestros padres tomaran la decisión de dejarnos de 9 a 6 en manos de los curas, nos hacía sentir diferentes a tanto niño mimado que había en el colegio. No era un colegio público, ni era barato, eso reunía a un grupo de jóvenes de la alta alcurnia de Santa Cruz.

Ese internado era sólo para los tres últimos cursos: sexto, séptimo y octavo de EGB. Y las instalaciones eran un antiguo castillo, donde sólo dormían un par de curas, de aspecto realmente tenebroso, sobre todo para los que nos quedábamos al medio día y conocíamos entresijos de los alrededores y el propio Quisisana.

Domingo, el piojo, estaba en otra clase. Creo que en el "D", y yo en el "B". Estábamos separados, cada curso, en grupos de cuarenta aproximadamente, ordenados por orden alfabético de apellidos. Por eso Santos y González quedábamos lejos. Sin embargo, aquel rubio  flacucho, tan alto, no pasaba para nada desapercibido, sobre todo, porque su pelo no era liso o ondulado, sino que se rizaba extraordinariamente.

Nuestro primer roce fue durante la comida. En el mismo comedor quedamos para irnos a pelear a "la curva", en el camino que subía serpenteando hasta el colegio. No llegamos a hacerlo, ya que nos interrumpió unos de los curas de los que no se olvidan: El padre Emiliano.

Aquello nos costó meses de arresto y continuas agresiones físicas por parte del padre Emiliano. De verdad, es de las pocas personas que me gustaría echarme a la cara ahora. Nos tenía de cara a la pared desde que terminábamos de comer hasta que entrábamos a clase, por fuera de una pequeña venta que se llenaba de alumnos con intención de proveerse de golosinas. Uno a cada lado y con la puerta de la librería que llevaba él al lado. A cada momento salía y, si cogía a alguno de los dos en un fallo, nos hacía entrar para alcanzar coscorrones, pellizcones y cogotazos de uno en uno, tuvieses o no culpa. Así funcionaba aquello.

Nuestra complicidad creció hasta el punto de revelarnos una y otra vez, ausentándonos por la cara del castigo los dos a la vez, hasta tres veces. A la tercera se cansó de irnos a buscar y, aunque no dejó de mirarnos de forma amenazante eternamente, escapamos de tanto abuso y agresión. Fue una manera de casar una amistad permanente entre dos revoltosos que, de otra manera, poco hubieran tenido que ver.

El Piojo, se fue a hacer octavo aun colegio de Las Palmas. Un internado completo. Lo cierto es que le perdí totalmente de vista, hasta que años después. Subiendo en una guagua con Juan Ramón y Min, se me hizo conocida la cara de un peludo, con aquel pelo rubísimo que se montaba sobre la cabeza haciendo un círculo ascendente, tipo Jackson Five, pero en rubio, y que se sonreía hasta casi reír mirándome. Al final, se me acercó y me dijo ¿no me conoces? "Soy el piojo". Joder, y ahora, además, "estudiaba" en los institutos, donde parábamos todos. Y es que en las Escuelas Pías su pelo era corto y no destacaba como ahora.

A Juan Ramón, recuerdo que quisieron llamarlo "el técnico" no está muy claro el porqué. Quizás por eso no cuajo.

Él, aunque nunca dejó que lo mirasen por encima del hombro, le tocaba hacer el esfuerzo de ponerse de frente. Pero lo afrontaba todo con una valentía que pocos esperaban de un ser tan bajito. Aún así, esa mezcla de carácter agrio y aquella valentía que rayaba el desparpajo inconsciente, más la robustez de su cuello y hombros, sus brazos fuertes, pulidos por el temprano trabajo en el ejercicio de la fontanería de la época de su padre y maestro, a veces, impresionaba al más grande o al más fuerte, dejándolo parado por un instante que, si se descuidaba, Juan Ramón aprovechaba para saltarle encima como un pequinés rabioso, pero con facultad para hacer daño.

Sin embargo, Juan Ramón y yo fuimos íntimos siempre. Caminamos mucho juntos y compartimos buenos y malos momentos, desde la unión que hacía aquella complicidad especial que, para reencontrar, no tenemos más que vernos en cualquier momento.

Nosotros vivíamos muy cerca, apenas nos separaba una calle. Por eso, a él le fue fácil entrar en aquel enorme patio rodeado de edificios de más de diez plantas, que llamábamos Cobasa, por la constructora e inmobiliaria que había repartido las viviendas, donde habitaba mi familia y yo.

Nunca fue de los de las grandes melenas. Claro, él ya trabajaba cuando eso y no estaba bien visto. Pero si que llevaba el pelo un poco largo y verdaderamente despelujado. Tirando a castaño claro, confundiéndose en verano con un casi rubio.

Él, al contrario que la mayoría, vestía de lunes a viernes como un fontanero. Los fines de semana se asemejaba más nosotros, pero sin rayar siquiera las pintas de jipis del resto, incluida la mía. Desde el viernes por la tarde, el fin de semana lo compartía entre su novia y nosotros, pero casi más con nosotros.

Los cuatro juntos dimos media vuelta a la manzana y acabamos encaminándonos hacia la Tasca del Abuelo, enfrente del vicio de la Rambla.

En la puerta aparecía y desaparecía una jurona con un vaso de cerveza en la mano. En el chaplón del portón que estaba, justo por encima, en la misma acera, habían un pibe y una piba fumándose un porro.

Desde que llegamos a la puerta me di cuenta que la jurona, no era otro que el Lennon, con su cerveza en la mano y aquella sonrisa permanente, que no dudó en saludarnos a todos y arrimarnos a su parte de la barra.

En efecto, Lennon es un nota fácil de describir, por lo menos para quienes vivimos -de una u otra manera- la época Beatle. Lo conocimos un día que atravesábamos la plaza, creo que Juan Ramón, Min y yo, y sin que recuerde ni cómo ni por qué acabamos parados con un pibe, de pelo liso, partiendo de una raya central, cayendo tan suave que apenas tapaba sus orejas y debajo del cual nacían las patillas de unas gafas redondas que se anteponían a sus redondos ojos. Su cara alargada simulaba seguir la línea de la caída de aquel pelo, aunque -al final- no era sino una prolongación de un cuerpo más alargado de lo normal, dándole a todo aquel ser, que dijo ser "Toño", un aspecto muy parecido a aquel pedazo de músico, que entonces era un ídolo de todos nosotros.

Por eso mismo, entre risas y fiestas, nosotros lo bautizamos Lennon desde un primer momento y en su propia cara. No solo no hizo por discutirlo, sino que adoptó el nombre de tal manera que su hermana, su novia y sus más allegados, acabaron llamándolo así. De hecho, sigue siendo Lennon sin complejos aun años después de fallecido el original.

"Chon", Lennon, siempre fue de lo más friki. En nuestra época porque era uno más de los peludos que íbamos de Rock duro (antes de inventar el término heavy metal) y éramos capaces de pasar tardes enteras al pié de un plato o casette oyendo música y leyendo el Discoexpress. Su hermana, junto con una de las mías y otras cuantas pibitas de la edad conformaban un grupo de pibas de la plaza conocido como las brujas, por ostentar unas pintas entre jipis y siniestras, muy de acorde con las nuestras y la música que todos y todas preferíamos por aquel entonces: Cristina, la hermana de Lennon; Concha, mi hermana; Mónica la bruja; Cuqui e Iris.

Alejandro le comentó a Lennon que lo había "puteado, con la cintita de Johnny Winter" y aquel curioso de la música me preguntó si la había cogido y ante mi asentimiento me la pidió, para que nos la pusieran en el local. Y, cuando me vine a dar cuenta estábamos un grupo de más de diez personas de la plaza, bebiendo cerveza y fumando en la Tasca del Abuelo, oyendo Tobacco Road, un álbum en vivo de los hermanos Edgar y Johnny Winter con el que alucinaba.

Yo había conocido a Johnny Winter hacía solo una semana, de mano de Javier Valentín, quién me había grabado aquella cinta.

Javi era también uno de esos notas algo más alto que la media, a lo que sumando la delgadez juvenil de nuestras dietas y aquella tupida y larga barba de nacimiento -yo creo- fue lo que quizás le hiciese ganarse el apodo de el beduino, que parecía empeñarse en ratificar para sí, con un exclusivo modo de caminar, arrastrando los pies lentamente, colgando un largo brazo a un lado y la chaqueta del otro, pero siempre resaltando en su espalda, junto a la predominante barba, una peta naturalizada por la altura, que necesitaba para comunicarse con gente como yo.

Encontramos muchos intereses en común, casi todos culturales, para compartir aquellos ratos. Desde las largas partidas de ajedrez, porque con él si valía la pena jugar, hasta un interés por cuestiones metafísicas que nos llevaban a descubrir un fenómeno paranormal tras otro, en un tiempo que el tema estaba en plena ebullición.

Fue el único que, quizás por los otros vínculos en común, me arrastró a lo más cerca que fue una militancia política adolescente. Él tenía la llave de local asignado para las juventudes de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) y los dos solitos conformamos, durante una época, aquellas juventudes. Ese era otro de nuestros secretos, que no compartíamos con el resto de la vasca.

Pero donde de verdad yo lideraba era en aquella estatura media entre Juan Ramón y el resto. Así que allí me encontraba, en la Tasca del Abuelo, con la gente de la placita, abarcando justo la entrada, donde estábamos más cómodos por el aire que entraba y porque dominábamos la calle con una simple mirada.

De arriba venían dos pibes, por la acera de enfrente. El de delante era un poco más bajo y me hizo pensar que podría ser Min. El de atrás, al final, era el propio Javi Valentín.

Cuando llegaron hasta nosotros Min nos recriminó que bajamos sin avisar. "Pero ¿donde estaban ustedes?" a lo que me respondieron casi al unísono "En el Alborada", lo que se les notaba en sus caras risueñas y sus formas festivas. Igual habían acabado con la cerveza del Alborada.

Min, creo que de Benjamín, apareció en la época del patio de Cobasa, años antes de empezar a parar por la plaza. Venía de lo más alto del barrio de La Salud: exactamente de la Cuesta Piedra.

La Cuesta Piedra sí que era un barrio sin ley por aquella época, eso decían de las zonas donde se supone que no entraba la policía. Provenir de ahí era como una acreditación de laja, aunque fueras un buenazo, por lo que el hecho parecía grabarse en las personas del barrio hasta llevarlo mucho más adentro que el carné de identidad.

También suponía un problema. Cada vez que nos paraba la policía, que al principio vestía de gris y los llamábamos la pasma o la madam, hasta después, cuando lo hacían de caquí o marrón y los llamábamos los monos, en cada ocasión, resaltaban nada más cogerle el carné a Min "mira, uno de La Cuesta Piedra..." y con eso parecía todo dicho "éramos unos golfos".

Sin embargo mi amigo Min se movía sin complejos entre nosotros. Quizás por sacarnos un añito o dos parecía, incluso, más educadito, más fino que el resto, hasta que le salía su vena agresiva y con ella el rugir de La Cuesta Piedra y tal.