Los pibes de aquella época tenían todo que esconder. Cualquier cosa se interpretaba como un descaro y, aunque -seguramente- eran los mayores amantes del desparpajo, esconderlo todo y pasar desapercibido seguía siendo lo más sano.
Los dueños de la casa, no en vano, habían sufrido una larga dictadura y una educación nacionalcatolicista española, que sesgaba libertades que ya podían darse en otros países, pero continuaban pareciendo impensables en este, con tanto merodeador uniformado del antiguo régimen, que se llenaba la boca de promesas de cambio social. Mejor si nadie se enteraba de las cosas y todo quedaba entre los que consumían, que para eso existían sitios propicios.
A finales de los 70 del siglo XX, había uno de esos lugares donde los grifientillos iban a pasar el rato, librándose de la vista general y la vigilancia policial. Ligrasa era un pedacito de costa, pasando el Club Náutico de Santa Cruz de Tenerife, donde habían formado una especie de dique artificial, juntando enormes y deformes rocas que ofrecían, desde planicies cómodas para vigías hasta huecos reservados para solo una o dos personas.
Había días que el presupuesto no llegaba para muchos lujos y los pibes tiraban de pequeñas vaquitas para pasar las tardes-noches. A veces con reunir 50 pesetas entre dos, o 100 pesetas entre cuatro o cinco, era suficiente para iniciar una expedición hasta Ligrasa, a media tarde y no regresar hasta bien entrada la noche.
Con 100 pesetas bajaban desde la Cruz del Señor, dando largas zancadas, ayudadas con solo adelantar un pié por aquella empinada cuesta que llegaba a la Rambla. Allí parecía relajarse el ritmo, dejándose ver los del barrio entre el matiné del ambiente ramblero, casi ahuyentando a la gente -como si fueran malos espíritus, con auténtica mala intención- para volver a dejarse llevar por la caída que había al pasar del parque, pero frenando para girar a la derecha, hacia el cruce de San Martín con Méndez Núñez, y seguir en rápida bajada hasta cruzar la calle de La Rosa y coger su siguiente paralela a la izquierda, aminorando mucho el paso, para atisbar desde la distancia quién podría estar en la Muralla.
Allí había que surtirse para que la aventura tuviese buen fin. Y normalmente no había problema. Se transformaban las 100 pesetas en cuatro o dos porros resueltos, de aquella hierba foránea fortísima y en la adrenalina suficiente para superar el último kilómetro de la avenida Anaga hasta Ligrasa.
Adaptar la vista a la oscuridad reinante no era fácil, cuando se acababan de golpe las luces de la avenida marítima, del Santa Cruz más pijo, pero se hacía con el gusto de querer llegar o de terminar de huir de aquel pedazo de ciudad que no parecía la nuestra. Por eso, subir al muro de cemento que había en la entrada se hacía rápida y ligeramente, como si desde ese momento se sintieran a salvo del resto del mundo. Pero después había que andar con mucho cuidado, adaptando bien cada paso a las deformes piedras, dejando entre piernas los huecos que a veces las separaban.
En la medida que la vista se adaptaba, que las pupilas empezaban a mostrar un aspecto general, todos buscaban el sitio adecuado al número de personas que componía la expedición, hasta encontrarlo, siendo habitual que se discrepara brevemente para por fin acordar donde iban a recalar las posaderas de cada una.
Una vez asentados se pasaba inmediatamente al ritual de la hierba: que para eso se había llegado hasta allí. Se sacaban los porros y, normalmente, se encendían de uno en uno, sin prisas, procurando que el reparto se llevara a cabo de la forma más equitativa posible, aunque se hiciese famosa la frase aquella de "el que parte y reparte...." ahorrándose el final, para dejar claro que se trataba de una broma.
El taso de aquel congo inundaba el ambiente, levantando incluso comentarios de grupitos que pudiera haber más lejos que cerca. Y es que aunque los porros fueran finitos, al arder, aquellas hierbas cantaban lo suyo, emanando unos olores que pudieran parecer casi efervescentes. Catarlas era un placer, que terminaba impregnando los pulmones del humo denso, casi fluorescente, que ascendía por el aire lentamente y parecía llegar a las cabezas al instante, aunque, en realidad, tardaba unos minutos en hacer su efecto verdadero y se notaba, claramente, porque empezaban a desatarse risas nerviosas y contagiosas, al final, entre todos los presentes.
Podía pasar media hora, una, una y media o dos horas, pero las risas solo cesaban lo justo para coger resuello y soltar cualquier parida que volviera a provocar el jolgorio general y volver a terminar en carcajadas.
De allí, muchas veces, se salía hasta con dolor en los pómulos. Se ponía a prueba el ingenio de los asistentes, aun después de abandonar el lugar. El viaje de regreso no se hacía tan duro como realmente era. Las risas superaban la rambla, la zona del quiosco de la Paz y se llegaba con la cara colorada a la plaza. En ocasiones se cogía la guagua en la avenida Anaga, una que recorría la rambla y subía por Benito Pérez Armas, la de la cárcel, que tenía una parada casi enfrente de la plaza, bastando cruzar para verse en casa.
Para algunos, lo de Ligrasa fue una escuela de cata, de aquellas fabulosas hierbas que se podían encontrar en La Muralla, allá por los años 70 o casi los 80 del siglo pasado.