Contenedor

El atrevido principiante

Por un momento quiso recapitular y encontrar lógica de cómo había llegado a esa situación, pero creyó que no valía la pena. Se arrastraba más que caminar. Le pesaba tremendamente el cuerpo y era imposible dejar de babear. Además del sonido rallante del arrastre de sus piernas, destacaba la incontrolable sibilancia que lo anunciaba.

Maldecía el brebaje pastoso y maloliente que permanecía en su aliento; su ansia por querer ser más; por conseguir aquel aqua vitae con que le engatusaron y que, al final, lo había convertido en la bestia deforme que, por fin, abandonó el laboratorio. Esperó a la madrugada para ello, cuando estaba seguro de que todo el mundo dormía.

Le iba a costar abrir la puerta a la que ya se enfrentaba, tanto como le costó la del laboratorio del sótano, donde pasó la última semana. Sin comer. Sin contestar a nadie. Pero hizo un esfuerzo sublime para hacerlo en el máximo silencio, sin poder evitar los ruidos propios que ahora emanaba todo su ser. Por fin lo vio. Allí dormía, ajeno a todo, su maldito amigo árabe: él que le habló de la Alquimia. Tres pasos más y caería sobre él…