A la princesa le preocupaba la obligación de verse involucrada en la elección de consorte. Sobre todo, porque los posibles candidatos no eran de su agrado. Los consideraba unos pijos altaneros e insoportables.
No era su sueño casarse así: Ella era una romántica que se consideraba mucho más íntegra y capaz de empatizar, incluso, con otras clases sociales. Tenía la firme creencia de que iba a encontrar el amor verdadero y, seguramente, no entre la clase feudal. Tal vez por eso, empezó a salir cada vez más de palacio; despistando a sus acompañantes y aprendiendo a disfrutar de la naturaleza, de los olores y colores, de la brisa y de la tranquilidad de aquel estanque inmenso de agua cubierta de grandes hojas y nenúfares blancos y rosados que generaban un perfume único. Le cosquilleaba, hasta hacerla sonreír, el baile de los renacuajos; le alegraban las visitas de furtivos pájaros o la aproximación, cada vez más atrevida, de ranas y sapos que reinaban en el estanque.
Si las ranas le llamaban especialmente la atención, la prudente superioridad del sapo mayor la embrujó desde la primera vez que lo vio. En realidad, se había convertido en la principal razón de su alegría y el motivo de que se escapase cada día al planeta en que solo existía aquel sapo liso, brillante, de cuerpo contundente y ojos increíbles que, por qué no decirlo, la cautivó.
En sus grandes ojos encontró la comprensión y el amor que nunca había conocido. Mientras que, en palacio, la presión era cada vez mayor. La reina madre le hablaba sin tapujos de cómo debía actuar para satisfacer a su padre y al futuro consorte, sin importar quién fuera al final.
El sapo, por su parte, había cogido tal confianza y se había acercado tanto a la linda joven que ya se dejaba tocar. Las ranas, asombradas, aseguraban haberle visto entre las manos de la princesa; mientras que, ella, disfrutaba sintiendo su peso y contundencia, acariciando su húmeda piel mientras le susurraba. Al parecer, ambos compartían momentos de éxtasis e intimidad inconfesable.
Cuando llegó el momento de anunciar la madurez de la princesa, la presión le resultó insostenible. Entonces, los encuentros con el comprensivo sapo se llenaban de lágrimas. Hasta que, en uno de aquellos llantos, cambió todo.
Fue tan solo rozar la piel del sapo, los labios de la chica, cuando se produjo la inesperada transformación: El cuerpo de la princesa comenzó a decrecer repentinamente, de forma que el sapo parecía hacerse cada vez mayor. Las ropas de la joven caían por sus hombros a la vez que disminuía de tamaño hasta verse reflejada en los ojos del sapo, cual linda rana bañada de su propia humedad natural. Tan solo vestía una desnudez desvergonzada, cuando de su boca se escapó un primer croar que, aunque nunca lo hubiera imaginado, se entendió perfectamente como un “sííííí” largo y sincero; que venía a darle sentido a su amor verdadero y a eternizar su recién adquirida libertad.
Por fin pudo despojarse de su título de princesa, de los condicionantes de la Corte y de los amarres del rey y la reina. No tuvo que peinar más su pelo ni cuidar su vestuario y apariencia, y el resto de su existencia la dedicó a la satisfacción y al disfrute de aquel amor auténtico que ambos se profesaban.
En palacio se desató la desesperación cuando encontraron sus ropajes. Se inventaron todo tipo de historias mientras la buscaban locamente. Incluso, se puso precio a su encuentro, cuya búsqueda duró generaciones de ranas.
Pasó a la historia el recuerdo de su belleza y las últimas palabras de su padre, el rey, cuando al hablar de su tozuda hija le dijo a la reina “la nota nos salió rana”, sin imaginar cuanto acierto tenía.
Ahora, cada noche croan las ranas del estanque replicando, embelesadas, esta historia de amor verdadero.